
Ha muerto Eduardo Haro Tecglen. No es de buen gusto hablar de los muertos y mucho menos criticarlos. Pero creo que en este caso el mismo Haro estaría de acuerdi en que se hiciera. Él mismo no se privó de hacerlo muy a menudo. Escribió una loa a Franco y a José Antonio Primo de Rivera que hasta el día de hoyi no ha sido superada en el elogio y, todo hay que decirlo, en la calidad del lenguaje, cumbre suprema del fascismo. Decía Haro que le obligaron a escribirlo. Culaquiera puede saber que es mentira, que podrían haberle prohibido escribir nada contra el caudillo, pero nadie obligaba a un redactor de la sección de deportes a escribir semejante panegírico. Esto escribió Haro en 1944:
"La voz de bronce de las campanas de San Lorenzo, el laurel de fama de la corona fúnebre, la piedra gris del Monasterio, los crespones de luto en todos los balcones del Escorial, los dos mil cirios ardiendo en el túmulo gigantesco coronado por el águila de Imperio que se eleva en la Basílica, lloran en esta mañana, con esa tremenda expresión que a veces tienen las cosas sin ánimo, la muerte del Capitán de España.
Hasta el sol y el paisaje han cubierto su inmutable indiferencia con el velo gris de la lluvia y la niebla, y cae sobre la ciudad –lacrima coeli– una llovizna fina y gris. El instituto, el subconsciente, nos ha repetido sus frases, sus profecías, sus oraciones; y no ha sido voz de ultratumba la suya; ha sido voz palpitante de vida, de la vida y el afán de todos estos magníficos camaradas de la Vieja Guardia, del Frente de Juventudes, de la Sección Femenina... La doctrina del Fundador vive en ellos como en aquellos tiempos, y si el cuerpo de José Antonio está muerto bajo la lápida, su espíritu tiene calor de vida en la de todos los camaradas de la Falange".
Se nos murió un Capitán, pero el Dios Misericordioso nos dejó otro. Y hoy, ante la tumba de José Antonio, hemos visto la figura egregia del Caudillo Franco. El mensaje recto de destino y enderezador de historia que José Antonio traía es fecundo y genial en el cerebro y en la mano del Generalísimo. Y así, en este día de dolor –Dies Irae– a las once –once campanadas densas de todos los relojes han sido heraldos de vuelo de su presencia–, la corona del laurel portada por manos heroicas de viejos camaradas ha llegado a la Basílica, y, entre la doble fila de seminaristas –cirios encendidos en sus manos– ha pasado al Patio de los Reyes y ha entrado en el crucero. Ha sido depositada sobre la lápida de mármol donde grabado está el nombre de José Antonio y la palma de honor y martirio. Había dolor en todos los semblantes.
Mientras el coro entonaba el Christus Vincit y los registros del órgano cantaban la elegía del héroe muerto, a nosotros nos parecía oír la clara palabra de José Antonio elevarse de allí donde el mármol vela su cuerpo. Una alegría tenemos; la de ver que a José Antonio sucede un hombre tan firme y sereno como el que lleva a España por los senderos que él marcó."
Y escribió también la necrológica más abyecta, más repugnante que se haya escrito nunca en este país. A la muerte de Antonio Herrero, periodista al que vaya por delante yo detestaba como detesto todo lo que representa, tuvo los huevos de escribir esto, que quedará en los anales de la infamia:
"Busco mis sentimientos por la muerte de Antonio Herrero: no tengo. La pura muerte deja de impresionar a quien se ve cerca de ella: no queda la sensación de culpa de quedarse aquí, porque se queda para poco. La muerte de un enemigo ya es insignificante: otro saldrá y, además, es igual: son gentes de otras estructuras. Yo no fui enemigo de él; él lo era mío y supongo que, por mucho que me maldijese, no le importé nada.
No le oía: a su hora no puedo. Me llamaban para contármelo. Lo de él, lo de Jiménez Losantos, lo de otros que no recuerdo (ah, sí, Carlos Semprún). Hace muchos años me impresionaban estas cosas: cuando murió Franco y la censura se abrió. Era lógico: se abrió para todos: buenos y malos, justos y canallas. Para la verdad y para la calumnia. ¡La abrieron ellos! Pero la verdad es siempre dudosa y la calumnia deja mucho. Tuve entonces, hace 20 años, algún susto: vi que se podía mentir, se podía minar la fama, la moral de los hombres; se podía alterar sus pensamientos, falsificar sus palabras, crearles el personaje que no eran. Sabía que era un arma de Estado: el de Franco, o de Stalin, o de Hitler, qué sé yo; pero que en la democracia no podía prevalecer. Podía: y prevalece. Quizá éste sea su mejor régimen. En los totalitarismos no se cree en nada; en las democracias se puede ser crédulo del mal. Qué grave. «Qué fuerte», dicen ahora. No le oí nunca, pero me lo contaban. Ni le conocí. Pasados los años largos de este régimen, ya me dan igual todos ellos. Sé que los suyos trataron de desmontar este periódico donde me guarezco; y, con él, una línea política que no continuaba las grandes de su afiliación. O que daría las prebendas a otros. Algunos de entre ellos, de entre sus sindicados, sólo tenían rabia porque no escribían aquí, no tenían esta difusión. Otros, porque se habían transformado hacia su propio opuesto y no aceptaban que hubiera personas que las mantuvieran. Otros hasta por fe religiosa. Deposito mi flor en la tumba: es blanca, como la indiferencia.
Quisiera tener algún sentimiento de pena por una muerte, de malestar por una pérdida o de alegría por el silencio definitivo de una voz adversa. La que me duele es otra, la de «un mendigo de la Historia española», como dice su hijo (le salió muy raro: José Luis Martín Prieto): la de un inválido del Quinto Regimiento. Al que yo vi, en aquella lejanía, como salvador. Qué curiosa es la vejez; se duele uno de lo antiguo y de lo lejano. Desprecias a algunos contemporáneos".
Yo, personalmente, entre Herrero y Haro tengo claro que me quedo con Haro, pero no admito ni por un momento que alguien con semejantes baldones en su biografía pase por ser un ejemplo de coherencia, de honestidad y de rectitud. Si alguien, como Haro, elige vivir la vida como un hombre al margen de las convenciones establecidas, si pretende no callarse nunca lo que piensa, por repugnante que pueda parecer a los demás, no pretendamos ahora silenciar su biografía, con nubes y claros como la de todo el mundo. Cuando Haro escribía esos panegiricos de los caudillos, otros morían en la cárcel por negarse a hacer lo mismo. No se olvide.
Con todo, lo más abyecto de su biografía fue el hecho de que abandonara a su hijo Eduardo Haro Ibars cuando se enteró de que era gay y heroinómano. Incluso llegó a utilizarlo como negro. Haro Ibars escribió un libro sobre el nazismo que firmó su padre. Haro Tecglen le prometió a su hijo que le daría todos los beneicios pero luego sólo le dio 100.000 pesetas.
En fin, el que esté libre de pecado, que tire la primera piedra.